La morgue es un dispositivo. Un discurso. Su relato se actualiza, insiste, se ritualiza. Un país puede definirse por el uso de sus morgues. El nuestro, por tener las morgues intervenidas. Política, artística, popularmente. Morgues como escenificación, al aire libre o en enclaustradas. Espacios de renuncia, fundacionales, espacios a ocupar. Tomar una morgue, un palco, un colegio. Y qué son las instituciones sino morgues modelizadas, más o menos habitables.
El ingreso al Museo Ezeiza1 es estremecedor. Una morgue crepuscular, escenográfica nos recibe. Con camastros donde cuerpos envueltos en banderas argentinas trajinadas, se mueven, respiran. Sobre ellos, objetos. Estos, los objetos, serán el fundamento, la condensación simbólico trágica de la obra. Del museo. Y como en todo museo, en su espiritu objetual. Pero aquí los objetos literalmente hablan. Se transfiguran, devienen cuerpos. Laten. Exigen.
Detrás del cuerpo/objeto, al lado, moviéndose (porque todo, todos, todo el tiempo se mueven, lenta, inquietante, maquinalmente) un otrx compañerx. Que lo acompaña, contiene, retiene, reprime. Los vínculos entre personas, entre personas y objetos, entre objetos, es ambiguo, multiforme. Todos sospechosos (tal la lógica del terror totalitario), el guardia puede salvar, el compañero traicionar.
La clave estético memorial es la de la recreación. Vestimentas, objetos, consignas. Una recreación material y discursiva (consignas, modos del decir, del mirar, del interpelar) Espectral. Ezeiza sigue allí, aquí, en este cúmulo de muertos vivos. En este rumor de cuerpos y objetos. Ezeiza (como Trelew, como Campo de Mayo) como un lugar, geográfico, imaginado, cristal de tiempo, ocultado, invisible, pregnante, exigente. Se nombra Ezeiza, se lo susurra y allí ante los ojos, en el propio cuerpo: las balas, el llanto, los rostros y gestos petrificados.
Una nube de luces arma una coreografía siniestra. Se mueven nerviosas, enfocan para interrogar, ver lo que se (le) esconde al poder. Un ejército de guardias, servicios, que a la vez son celadores, tutores, llevan linternas que iluminan interpelativamente. ¿De dónde sos? ¿Con quién viniste? ¿A quién respondés? Son, encarnan (ellos, la luz) el brazo armado, explícito y clandestino del poder. De modo gozoso. Cruel, indolente.
Parecen haber puntos de fuga. Solo parece. Una pantalla emula un afuera que es un adentro. Un/en circuito cerrado. Remite de modo extrañado a una trasmisión televisiva en el que la multitud irrumpe y «roba» cámara. Configurando un imposible y anhelado afuera. Un afuera político/escenográfico que deviene un afuera temporal. Construyendo una rememoración, la de un «existido», al tiempo que conforma el documento de un existente. Presente teatral, experiencial, coyuntural, en el que puede verse sus hilo productivos, su encuadrar una escena aludiendo una mayor, un aglutine que evoca una multitud, que existe, se (auto)inventa «para» la cámara. En el «entre» del plano/contraplano, del encuadre, anida la tragedia. El fuera de campo, es el campo pre-concentracionario, es la morgue, el por-venir intemperie. Configurándose así un estado de documentalidad ficcionada, de documentos potencialmente existentes/existidos, a existir.
A la morgue le corresponde un palco. Dos espacios simbólicos, solo en apariencia antitéticos. Una morgue para un palco (una escucha muerta, otra), un palco para una morgue (escenificación de la muerte). Una nación, un desierto. Aquí, ambos espacios, teatralizados, indistintos. La morgue deviene palco y viceversa. Y desde el palco, la retórica de marcha se expresa retórica. Tanto en términos de un modo del habla, como de la acepción de inmaterialidad e in-correspondencia entre las palabras y los hechos.
Repentinamente se conforman pequeñas escenas. Donde el azar provoca que seamos el único o uno de los pocos que escuchan ese parlamento, obsesivo, desde un tiempo y a un interlocutor que no terminan por encontrar justa comunicabilidad. Desfasaje de un habla de otro tiempo (ayer/hoy) a un otro (yo mismo, el que pude ser, el que pude intentar no oir-me) En mismo gesto intempestivo, la escena general, el espíritu muta.
Autoconciente la maquina de ser máquina, incorpora la (auto)crítica. En jerga de denuncia y desnuda el (propio) dispositivo museo, el gesto (des)fetichizante. Tal movimiento extrañador, ajustado en las palabras de los vigilantes: «no se entiende nada, por qué hablan así», sin embargo, en las referencias humorísticas: la alusión cancionística kitch (que en la repetición, deviene himno trágico) y ciertas referencias políticas (por la izquierda, por la derecha, elijan bien), parecen no estar a la misma y gravosa altura que el cónclave cuerpos/objetos/máquina.
En cierto momento el público deja de serlo. Solo más enfáticamente: hasta ese entonces, se era una sombra entre las sombras. Alguien me da un papel (vuelvo a ser yo) y de modo conspirativo me dice que se lo de al de la máscara. Dale, dáselo, me increpa, a mi solo, nadie lo ve ni oye, o si lo hace puede preferir fingir que no lo hizo, que ni vio ni escucho nada. El dispositivo teatral, configurando en carne viva, no escandalosa sino individualizadamente y a través de un secreto, las formas de la responsabilidad civil. El no meterse, el preferir mirar a otro lado. Aquí vivido en cuerpo presente e instándonos (volvemos a ser nosotros) a oír, ver, lo que compromete. Instándonos a cumplir un pedido, que tiene la misma retórica de las enunciaciones y las tramas enunciativas y de silencio de los 70. Y (re)vivirlas, sacarlas de su enclaustre cliché, actualizarlas.
La frase del papel que no entregué (¿qué potencial complicidad arrastraré por esto?) y me llevé como tesoro, fetiche, dice: Al amigo todo, al enemigo ni justicia. Un indecible para la retórica management contemporánea de amistades y ajusticiamientos mediáticos. Y de otros. Siempre los otros. Nosotros, argentinos.
1Museo Ezeiza. 20 de junio de 1973. Instalación teatral. De cooperativa Ezeiza. Dirección Pompeyo Audivert y Andrés Mangone. Estrenó en CCGSM el 23 de marzo de 2018.
Texto de Sebastian Russo