La parte maldita. Notas a partir de El silencio es un cuerpo que cae, de Agustina Comedi

En el Intenso ahora, Joao Moreira Salles, comienza indagando los videos de viaje de su madre. Se preguntaba cómo miraba ella en/a la China comunista. Qué miraba, no solo su madre, sino alguien perteneciente a la alta burguesía brasileña. Qué la sorprendía, qué la atraía. Qué podía desprenderse de ese mirar de clase en un mundo (chino, pero no solo) revolucionado, intentando revolucionar (allí, en el Mayo francés y sus derivas) el concepto mismo de clase.

En El silencio es un cuerpo que cae, Agustina Comedi, también comienza interrogando una mirada, la de su padre. Pero a través de la filmación detallada de un cuerpo. El del David. Una cámara (un ojo, de militancia setentista, aunque insumo de otros combates no menos constitutivos) recorre el David de Miguel Angel, obra magnánima e incónica del renacimiento, del resurgir del ideal de los cuerpos, perfecto y amanerado, cual modelo de belleza griega recuperado, recorrido aquí miembro por miembro, filmado con una devoción, se intuye (nos es es dado a intuir), más que turística.

Cómo conocer al otro según su mirada. Cómo reconocer al otro en su mirada. Cómo mirar a un padre. Cómo mira un padre. Cómo interrogar con una mirada propia tal mirar. Cómo construir la propia mirada interrogando la del otro. Qué miraba cuando miraba, cuando se creía que miraba otra cosa. Pero quién creía/cree qué.

A poco de comenzar el film nos enteraremos que quien filma esas imágenes, su padre, arrastró con su muerte una parte negada, una parte que murió al nacer otra, otra parte, otro ser, su hija, la directora, la que mira el mirar de su padre. Alguien dice: «cuando vos naciste una parte de tu padre murió para siempre». Y las imágenes del David se resignifican. Acaso están buscando que se filtre, que aparezca al menos en un reencuadre, una ralentización, aquello que murió. Es decir, acaso están buscando la pervivencia de aquello que según dicen murió. Que murió incluso, luego de un alumbramiento. ¿Acaso estas primeras imágenes, el film todo, no intentará repensar los vínculos entra la vida y la muerte? ¿Acercarlos, entreverarlos, enchastrarlos, para seguir viviendo?

Cómo lidiar con la muerte. Cómo lidiar con la muerte del padre. Cómo lidiar con haber “matado” al padre (esa parte, la maldita), sin siquiera haberlo enfrentado. Sin siquiera haber deseado y necesitado su muerte (simbólica, emancipadora) Estamos aquí, pues, ante un film, que expresa (e intenta redimir, imágenes contra imágenes) una extraña, fáctica pero involuntaria, parcializada “muerte del padre”. Un matar al padre que se hace (en una de sus partes) con el solo hecho de nacer. En ese momento, fuera de voluntad alguna, de discusión alguna, el otro empieza a morir: muere una de sus partes. Y es esa parte (la que aparentemente murió) lo que su hija intentará interrogar. Y con una hipótesis inicial, tan fuerte como “apenas” expresada: esa parte en algún lado está, no murió, no puede morir. Tal como dirá Walter Benjamin, “todo lo que ha significado persiste”, la parte, esa parte en cuestión, la homosexualidad, su ocultamiento/negación, sobrevive. Así como el vinculo que engendra con su padre, con ese que por alguna razón obliteró, escondió, quiso matar una parte de él. Y como esa operación no puede no ser sufriente, sufrida, de allí que tal vez el vínculo propuesto, en acto, en este acto fílmico, sea más el de un intento de reivindicación o incluso de cuidado, de él/de sí, de protección, que de discusión, de necesidad de “matarlo”, de sacárselo de encima para autoconstituirse. Un cuidado de él, como cuidado de sí. Ni con melancolía, ni de forma abjurada, el vínculo filial es aquí el de una conversación, de carácter protector.

El estatuto de hijo, del vínculo entre padre/hijo, del hijo que interroga a su padre militante, en su ya larga saga de producciones visuales, literarias, toma aquí un rumbo no tan transitado. Sin reproche, ni crítica, ni celebración. El rumbo es el de la redención, el de la comprensión, el del acompañar una decisión. El de un habla a la par. Un cruce de miradas. Imagen junto a imagen.

Y tal redime se expresa en acto (como toda redención, como todo juramento). En este caso, con la materialidad misma de la imagen, con las posibilidades técnicas de una repetición. La del suceso en el que provocan a su padre. Y se escracha al provocador repitiendo su acto. “Empezá a filmar en serio” le había espetado. Y es la repetición, tal seriedad como herejía fílmica. Tomarse en serio filmar (y redimir) es poner en cuestión lo hecho, lo dicho, lo visto. Implicancia (formal/filial: o sea política) que se expresa también en la detención del flujo. Respetando en apariencia el deseo de una testimoniante, pero tensando la cuerda ética en pos de una palabra necesaria. “Hablo cuando paren eso”. Eso parece parar, solo la imagen se detiene, pero el sonido no. Y aparece allí lo necesario. Apenas, un poco, lo suficiente. Como cuando (en Juan, como si nada hubiera sucedido) el policía le pide a Carlos Echeverría que corten y él sigue filmando. ¿Hay allí una falta ética? El cineasta se posiciona y asumiendo el riesgo entiende que lo que expone es un acto de justicia. Que de no verse/oirse eso que se está pidiendo no se muestre, la injusticia será mayor. Tensiona o rompe el pacto tras una enunciación justa.

Redención, comprensión y cuidado. Cercano al movimiento de Lucila Quieto, cuando en Arqueología de la ausencia, imaginó el encuentro imposible entre hijos y padres (asesinados, desaparecidos) a través de superposición de imágenes de sí. Comedi arma los parámetros audiovisuales de su vínculo con su padre entre la recomposición de videos de él, y la composición de imágenes de ella. Indiferenciándose, entremezclándose. Arrastrados y protegidos por el silencio, el fluir cauto. Donde los testimonios se expresan desajustados, remanidos, interrupmiendo el potente silencio maldito, y es el cruce y flujo audiovisual de miradas las que hacen del silencio un modo del respeto, del cuidado. Donde ambos (padre/hija) están expuestos. Ambos se cuidan. Incluso, ella, de la obsesión y prepoteo filial.

“Tu papa también fue hermano”, le dicen. Desarmando la manía y apropiación de todo hijo. En donde el padre, la madre, son todo suyo, y su rol paternal lo fuera todo. No solo fue padre, también fue hermano, tío. Así como decir no solo fue militante, sino padre (como dirán otros hijos) O, en este caso, no solo fue heterosexual, también fue homosexual. Abriendo zonas que en su interrelación fueron abjuradas: lo gay, la militancia y la familia, en una tríada cuasi imposible. Y por tanto, fundada en lo imposibilitado de decir, mostrar, lo no dicho, o dicho en lengua bravucona.

He allí, que el silencio (que es un cuerpo que cae, pero a la vez, la refundación de un otro cuerpo, de una otra trama afectiva) se vincula con lo que sostuvo y configuró y desfiguró la trama familiar, como es el secreto. En lo que todos sospechaban pero no se decía. Preservando quien sabe qué imaginario de arrase y arrastre de tenues estabilidades lograda.

El secreto, todo secreto funda y sostiene toda institución. Desde una empresa y una célula guerrillera a una pareja, una familia. Es de hecho “una de las más grandes conquistas de la humanidad”, en palabras de Georg Simmel, por “la posibilidad de que surja un segundo mundo, junto al mundo patente, y este sufrir con fuerza la influencia de aquel”. Entre lo que se oculta y lo se ve, se configura la posibilidad de constitución no solo de una “personalidad”, siguiendo a Simmel, sino del encanto, la seducción y el misterio. Incluso es el basamento del honor: “Es la reserva general que nos imponemos frente a la personalidad total. De manera que lo que no se oculta, puede saberse, y lo que no se revela, no debe saberse. El honor traza una de esas fronteras en derredor del hombre”. De carácter fantasmagórico, el secreto simmeliano es fundamento de una diferencia intersticial configuradora de un yo. Y en la que se juegan de modo tensionante las formas de la confesión y la traición. Emilio De Ipola, luego de su detención escribió La Bemba, sobre los rumores carcelarios. Un trabajo que hace del secreto un fundamento de vida o muerte. Y en el marco de la dictadura militar, principal insumo rastreado hasta las vísceras detrás de una delación, una confesión, una traición.

Hasta que alguien (una hija, por caso) empieza a preguntar. Y hace de esa pregunta el motor de una interrogación identitaria, con estos y otros (propios) insumos (armas) Empieza a filmar para saber. Filmar para ver-se. Y porque en las muchas (todas las) horas de filmación que había hecho su padre (que “no paraba de filmar”) estaba ella, la directora, de niña. Montar ese material para ver/se. En una especularidad extrañada. La de verse en los ojos del otro. De ese otro que cargaba una muerte encima, la de su otro yo, la de su “mitad”. Es así un autoretrato hecho por/junto al otro. Una suerte de automontaje. Reunir lo que estaba separado, para mostrar lo que estaba oculto. Fundamentando un secreto, para habilitar otro. Un pacto secreto, íntimo, inextricable incluso intentando y logrando des(a)nudarlo. Una (re)composición de un vacío, de un nuevo vacío constitutivo. Presta ahora (ella, todxs, luego de una exposición primaria, la más escandalosa) de devenir otra cosa. Pura potencia.

Y si la potencia se vislumbra, se vuelve inminencia, es porque se operó sobre/desde un cuerpo. Un cuerpo fílmico. Una materialidad intervenida. Desde una corporalidad expuesta. Un cuerpo visible, una organización visible de carnes. De animales. Muertos. De un asado. Con la carne al asador. Un asador, de masculinidad campera. A retobársele. Escupirle el asado. Con animales que surcan la pantalla. Que devienen fantasmas. Animales indómitos, como el fantasma, inagarrables. Como esos pibes, que se entreveran en un baile silencioso, pura tactilidad maldecida. La potencia filial, es potencia cárnica solo desde los huesos, las entrañas. Como yeguas desbocadas. Arrojando jinetes. Con toda la carne al asador. En un movimiento herético (desbocado) fundamental como ética refundacional.

Y en el final, una CODA. Una CODA: hermosa y sugestiva figura del universo artístico, no solo cinematográfico, que expresa algo que debe ser dicho pero al margen. Incluso, lo último a ser dicho. Pero no para “quedarse, como se dice, con la última palabra”, sino que la coda tiene la textura de una vibración, una afectividad, de un decir que excede lo dicho, que es un resto, un excedente. Que podría no estar y que a la vez puede venir a replantearlo todo, pero bajo una pretension tenue, poética, al sesgo. Acaso no son estas características, las de la CODA, las propias de la retórica del ensayo, tanto en el marco del cine, como en el del ensayo escrito, e incluso en el del ensayo como forma de conocimiento. Lo inasimilable, marginalizado, pero vital del discurso cinematográfico y de las formas de la razón.

Una CODA, que en tal (este) caso se asocia a un repensar, densificar la cuestión de la herencia, desde el lugar/rol filial invertido. Mostrando (Comedi, como Carri en Cuatreros) a sus herederos. Ellas, sensibles y punzantes herederas, en una otra (última) escena, expresando su estatuto de heredadas. Herederas heredadas heredables. No solo seré una hija, no solo seré una madre. Mis partes malditas, maldichas, malvistas, allí estarán, muertas/vivas, para otros, para otras partes de mí/de sí.

Sebastian Russo