¿Aun podemos sentir?

La lógica de amigo-enemigo instalada por una “guerra” contra un “enemigo invisible” hacia nuestra supuesta “salud física” y “salud mental” nos ha llevado a un “estado” de “crisis” económica, social, cultural, habitacional y ambiental mundial. Nuestros cuidados deberían ser la prioridad.


Hoy nos despertamos todos los días pensando en que “quizá podamos morir”. Sin embargo, quien se levanta todas las mañanas y piensa que tiene ese día de vida “comprado”, “ganado”, “trabajado”, “creado”, “bendecido”, “regalado”, “donado”, “destinado”, “elegido” sabe muy profundamente, en algún lugar de su cuerpo que le duele, la realidad nunca ha sido así y su burbuja ha explotado mundialmente: tiene angustia.
Individualizar la crisis y patologizar las reacciones de las personas a ella es apelar a aquella norma de la tolerancia liberal por la que solapamos nuestras diferencias políticas en aras de un acuerdo tolerable sobre lo normal de la economía de libre mercado a partir del estado patriarcal como institución de gobierno supremo sobre nuestras vidas ante el que delegamos nuestra ciudadanía.
Sucede que no, que vivimos en una república independiente y en las repúblicas democráticas la soberanía no se delega, la ciudadanía se ejercita, se practica, se renueva y con eso también se vuelve a constituir la autonomía del pueblo, nace la puebla.
Nos encontramos en un momento histórico por demás metafísico, desde el gobierno se apela a una racionalidad capaz de desdoblarse en múltiples capas de lenguajes e imágenes tratando de sostener económicamente una vida que se encuentra cada vez más signada y acotada al control y autocontrol mediatizado. Toda lógica de crimen y castigo se sostiene en la posibilidad de un culpable del acto y un testigo del crimen: una escena.
¿Pero quién ha cometido el crimen? ¿Quién ha matado a quién? ¿Quién ha robado a quién? ¿Quién a lastimado a quién?
La matria oriental llora. Entre los muros o las chapas se encierra, cuenta las monedas, cose a mano, busca en la basura, surse los trapos, grita de dolor, clama por auxilio y nada, no hay respuestas. Si es vieja es probable que se muera sola con los gatos o los perros. Todas las voces se han ido y las imágenes son absolutamente redundantes, la desesperación se escucha en el chillido, como cuando a los cerdos los matan en el campo.
Todo se ha agotado en el grito. Nos hemos quedado sin voz, sin palabra, sin memoria, sin emociones, sin sensaciones, sin acentos, sin chistes, sin sonidos, sin besos, sin caricias, sin abrazos, sin la posibilidad de ver los pájaros y el río. Hemos perdido a cada instante nuestra animalidad jugando a la humanidad occidental que siempre nos contaron que debíamos ser.
La cuestión del ser, la cuestión de lo ontológico, la cuestión de la determinación técnica, la cuestión de la presencia, la cuestión de la ausencia, la cuestión de la distancia. Hay una inmanente “pandemia” y nos encontramos en “estado” de “peligro”.
Uruguay es un pequeño pueblito lleno de pueblitos aún más pequeños. Todos y cada uno tiene su propio acento, su lengua, sus señas, sus signos, sus deseos, sus miserias. Sus personajes a ocultar y resaltar, sus formas de selección, sus modales, sus excresiones, sus virulencias. Sin embargo ha habido un virus y estamos llenos de hongos que lo combaten.
Hongos que se multiplican invisibles e imperceptiblemente. Hongos que hablan en ñeri. Hongos que dicen de las mutaciones de nuestras lenguas. Hongos que se disfrazan de solidaridad pero que en realidad expresan que necesitamos estar, vivir juntas, juntes, juntos. Que nos necesitamos y que queremos vivir. Esos hongos acontecen en torno a la comida. ¿Qué seríamos sin la comida? No viviríamos, moriríamos.
Comemos, somos animales que además de hablar y hacer fuerza para tener papel moneda, comen para sobrevivir. No somos autómatas, no somos máquinas, no nos adaptamos y cambiamos, simplemente sobrevivimos. Pero, ¿qué es vivir entonces?
La vida nos une con otros animales, la tierra y sus plantas. Sabemos en qué estación están más baratos los zapallitos verdes y sabemos que la banana no es de acá pero nos da potasio y según la ciencia el potasio sirve para sentirnos mejor y que los kiwis son caros. Es importante comer. Usualmente la primera que nos da de comer es nuestra “madre” o “abuela” y también usualmente es nuestra “madre” la que se advierte de qué es aquello que nos envenena. A veces no sucede eso y nos envenenamos.
Existe un veneno contra los hongos muy potente en nuestro país, un veneno bastante letal que nos mata de manera violenta y que solemos dejar de prestarle atención cuando es más fácil olvidar que recordar, somos animales a los que les es muy fácil olvidar y dispersarse, perderse, dejarse morir o darse muerte, aislarse. Este veneno ha sido perceptible, casi que por unanimidad se ha exparcido por todo el mundo con su despliegue regional aún más aceitado que de costumbre, porque el veneno se nos ha tornado una costumbre también local.
¿Hemos perdido la capacidad de imaginarnos un mundo diferente a lo que ya hemos vivido? ¿No podemos comunicarnos desde una escucha abierta al no saber y al no prefigurar? ¿No sabemos crear nuevos juegos? ¿Somos animales que se autocondenan a la repetición por miedo a la muerte? ¿Por qué el animal que sabe que va a morir se aparta de la manada? ¿Por qué busca un refugio y se aleja de quienes tiene más cerca? ¿Por qué juzgamos al que erra y premiamos al más egoísta? ¿Hasta dónde puede llegar el odio humano al planeta y sus distintas formas de vida? ¿Acaso la existencia no dejaría de ser angustiante si por un tiempo en vez de competir nos dedicáramos a comer, descansar, dispersar, gozar y dormir? ¿Es posible que podamos todas, todes, todos, comer? ¿Es posible que todas, todes, todos tengamos refugios en la tierra y, al mismo tiempo, hacer lo que necesitamos para recuperar nuestras fuerzas y sentirnos?
El tiempo-espacio ha sido siempre el territorio de nuestras disputas. ¿Podemos sobrevivir a las pestes que hemos creado? ¿Cuántos virus más tendremos que atravesar para darnos cuenta de la fragilidad de nuestros pulmones animales y territoriales? ¿Cuántos virus más nos tendrán en vilo cuando sigamos viendo fosas comunes de endeudamientos?
La “peste”, el “hambre”, la “crisis” y el “ahogo” los hemos creado, celebramos su tragedia instalada por televisión. ¿Si el lenguaje colonial nos ha encerrado, acaso no es el hambre el que nos hace salir a la calle a armar la olla popular? Si convivimos y somos diferentes pero aún nos juntamos a comer porque nos necesitamos, no queremos morirnos y deseamos al menos hablar, ¿será entonces que quizá el lenguaje de las imágenes nos ha engañado?
La ausencia, la presencia, la distancia, lo invisible, el duelo se nos sale por los poros. El corazón se estrangula y las tripas crujen si hay hambre en el barrio y ahí, nace un hongo, un germen de que aún sentimos que no tenemos por qué morirnos de hambre y buscamos apoyo porque nos necesitamos.
Hace mucho tiempo que la humanidad uruguaya venía jugando a que no se necesitaba. El gran ausente, el “pueblo” estaba silenciado, adormecido, aburrido, estupidizado peleando, trabajando, luchando. Hoy ya no resistimos, creamos nuestra comida. ¿Cómo? Con “lo que hay”. ¿”Lo que hay” qué es? Las sobras de los que tienen.
¡Ah!, hay un “los que tienen”. Si, hay un “los que tienen” y “los que no” y “las y les que menos tienen”. ¿Qué sería tener, entonces? Tierra, techo, trabajo, comida. Después están “los que tienen mucho”. “Los que tienen mucho” tienen demasiado, nos consta, por eso existen desigualdades múltiples, guarda con confundir desigualdades con diferencias, por eso tenemos hambre.
Entonces no se trata de amigos-enemigos, quizá tampoco de tragedias, sino de postragedias. Quizá se trata de comenzar a escucharnos como cuerpos-cuerpas infinitesimalmente minúsculos como los hongos y no peligrosos como los virus. El germen de un pueblo colonizado que se pare lengua ñeri por sobre las instituciones porque tiene hambre y reclama la soberanía de su matria oriental mestiza, de su lengua sincrética, sucia, fea, alegre, plebeya, silenciada e invisibilizada, aquella que nos daba de comer como fuera en nuestra pequeñes de los primeros días. A la que tildamos de “mala madre” cuando nos advierte que nos podemos envenenar, aquella sabia que históricamente hemos castigado como “vieja bruja” cuando es “abuela”.
Quien más tiene sobrevivirá, quien más compite sobrevivirá, quien más fuerte se encuentra sobrevivirá, sin embargo, la gran mayoría morirá de hambre o virus. ¿Acaso frente a la posibilidad de morir deberíamos elegir entre comer y no comer? ¿Comer es normal? Comer es animal, cazar es patriarcal, lo normal es lo patriarcal.
Hay veces en que la necesidad guía el camino, frente a la posibilidad del miedo o la ansiedad, a veces crece como hongos la necesidad y es como una brisa de la mañana porque renace todo el tiempo y siempre se multiplica en ansias de derechos, la necesidad que nos dice que nos necesitamos sin competir y que nos encuentra en una olla popular como iguales frente a la tragedia colonial impuesta. ¿Quién impone la tragedia? Quienes aún se creen reinas y príncipes.
Sin embargo, frente a la inminencia de la muerte se caen todas las caretas, los teatros de explotación se cierran, las múltiples capas de la realidad se desfiguran y los montajes se tornan repetitivos, los personajes previsibles, indignantes.
Y ahí nos preguntamos por la dignidad, si es algo que aún sentimos o lo hemos perdido, si es algo comprable e intercambiable con papel moneda, si tiene un color o una bandera, si nos pertenece únicamente a las pobres por aún querernos en lo peor o si es solo una forma de adoctrinamiento que nos ha transmitido la religión al domesticarnos, si estamos pensando en trabajar para tener lo suficiente para vivir autónoma y colectivamente y dedicar nuestro tiempo al sentir, a descansar, o si estamos deseando trabajar para perder nuestro tiempo en pagar préstamos, cuentas, comprar lo mismo para mostrar que lo tenemos y, de nuevo, volver a competir.
Hay un espectro histórico que nos acompaña, se llama muerte y desaparación, decorporización, ese espectro ya no es una trinchera sino un horizonte minúsculo al que necesitamos llenar de versos porque vamos perdiendo la memoria y nuestras muertes ya no dicen, hay personajes que ya no quieren escuchar.
Uruguay es un país realmente muy chiquito y dependiente de otros países, los animales que vivimos en este territorio hermoso de la tierra no sabemos valorar el lugar en el que nos encontramos y distribuir la tierra para que podamos vivir tranquilamente, para que podamos comer tranquilamente, cuidarnos tranquilamente, jugar y aprender tranquilamente, disfrutar nuestras vidas.
Ansío un momento histórico en el que podamos procesar una crisis con redistribución y sin muertes, en el que podamos desmontar las imágenes y las palabras trágicas coloniales y desenredarnos de errores y fantasmas, en el que no tengamos miedo a convertirnos en espectros porque hemos desaparecido, en que no seamos sombras a ocultar y encerrar, en el que lo ominoso de todos los crímenes deje de ser titular de la mañana todos los días porque alguien decidió olvidar.
Nos matamos porque no tenemos lo que necesitamos, pero si nos pusiéramos de acuerdo en que la vida está por arriba de la propiedad, quizá comenzaríamos a comprender que la propiedad tiene que estar al servicio de la vida y no la vida de las piedras frías, nuestra solución es tan simple y está a nuestro alcance, sin embargo, hay quienes prefieren que seamos como hormigas y volvamos a tener príncipes que nos enfrenten en una “guerra” que se sostiene en el virus del odio, nos llega por pantalla y, mientras tanto, tenemos hambre y nos dicen que es una “nueva normalidad”.
Con hambre no se puede pensar, pero si algo hemos aprendido del hambre es que acumular propiedad y papel moneda es lo contrario a la dignidad de vivir buscando la libertá. Si hay alguien que sabe de autonomía es el pueblo y si nace la puebla entonces ya habremos parido nuestra dignidad y si canta de nuevo quizá empecemos a comprender aquello de nadie es más que nadie y podamos ser felices, pero no felices disney, felices felices, felices como nos gusta y gustaría, seguro que es dialogando en el camino y no con palo, ni bala ni miedo, ni peligro. Seguro que es con amor a nuestras historias que aún no se han escrito, a los juegos que aún no descubrimos, a los besos que queremos dar y a los abrazos que vamos a necesitar siempre de aquellos muertos que nos acompañan por las noches, de aquellas sonrisas que queremos recordar y de aquellas palabras que hacemos fuerza para no olvidar.
No me sale bien competir, tampoco comprender que sea algo normal porque no lo es, la salud no es física ni mental, porque sin tierra, techo, comida y trabajo digno es imposible siquiera sentirnos. Ahí es donde el hongo aparece y una madre junta morrones, arroz y algo más y comenzamos la olla popular y suena la puerta y aparece el arroz con leche y el pan con dulce de la merienda colectiva y despúes suena el aparato y es otro animal intentando comunicarse y diciendo que traerán fideos y que estamos juntas, juntes, juntos.
Que es injusto si es por arriba y a costa de nuestra dignidad, que se supone que es una palabra que nos gusta, aún no sabemos qué significa muy bien porque la estamos vivenciando de nuevo, entonces si sabemos algo, que es en ñeri y que ya no dice de las violencias patriarcales, capitalistas, coloniales, que no dice del príncipe Luis y su séquito televisivo, que no dice de los bancos ni de las empresas extranjeras, que no dice de quienes le ponen precio a nuestros días.
Y dignidad vuelve a resignificarse frente a un arrebato refundacional y vuelve a pronunciarse en los barrios y vuelve a encontrarnos en las miradas que dicen “quiero vivir y te puedo querer porque puedo cambiar”, en las voces que nos dicen “gracias por los morrones” y en las ganas de abrazarnos contenidas con los brazos a punto de explotar y vergüenza de no saber qué es la autonomía pero deseándola siempre.
Y con cumbia, con alegría, sin choripanes porque no alcanza, pero si con tambor, con alegría aunque nos duela en lo más profundo que hayamos viajado en el tiempo tan pronto al medioevo y los príncipes, ahora, simplemente hablan desde los aparatos y sonrien mientras, deberíamos cuidar nuestras vidas y amar nuestras tierras, matria oriental inservible para la demanda del mercado pero necesariamente cuidadosa para nuestra sobrevivencia, para aquel que le duele el estómago, tiene miedo de la peste, desea descansar y necesita comer todos los días.
Matria popular que frente al lenguaje habla de nuevo para articular nuevos deseos de autonomía frente al dolor de nuestras pérdidas que ya se hacen marcas presentes y discapacitantes, marcas de la postragedia colonial.

Por Hekaterina Delgado

Imagen: Fotograma de «A través de una hendidura», de Tomás Kogan