No mirar. Sobre la (i)responsabilidad. Apuntes sobre Adiós a la memoria de Nicolás Prividera

«Las imágenes conservan una sombra que a veces se revela». Dice Nicolás Prividera, al comienzo de «Adiós a la Memoria» (2020), su tercer largometraje, luego de “M” (2007) y “Tierra de los padres” (2011). Dice, se escucha, “revela”. ¿O habrá dicho “rebela”? No lo sabemos. O sí: la acepción doble y sonora de este significante da una clave de lectura, no solo a su film, sino a una concepción de la imagen, por caso, de una imagen-recuerdo, pero incluso de la memoria, de la historia. La imagen revela, muestra, evidencia. Y en ese mismo acto la imagen rebela, agita, insurrecta. Incluso a sí misma. Y en principio, rev/bela sus, los fantasmas. Evidenciados estos -inevidentes “por definición”- en su propia forma (neblinosa, inaprensible) y en su propia praxis fantasmal (acechante, inquietante). Aún más, las imágenes no “conservan” sombra/ mueca espectral alguna, sino que son precisamente la expresión del fantasma, de lo fantasmal. Son, sin más, fantasmas, que muestran/ocultan, que aparecen/inquietan, lo que en ellas se inscribe, lo que ellas reinscriben. En una escritura que actúa menos por inscripción que por una rescritura, una reinterpretación, necesaria, al tiempo que infinita. Como el duelo.

Ese equívoco fundante, enunciado al comienzo del film, pero desplegado e interiorizado a su largo, es también el equívoco fundante, la forma errante constitutiva de la memoria, pero también (y por lo mismo) del fantasma, y así, lo difícil, insoportable de soportar para un interpretativismo científico/mediático, hurgador de aciertos y equívocos, como de presentes, pasado y futuros discernibles. Que incluye el considerar a la memoria exclusivamente en su estatuto temporal, y en particular, en tiempo pasado. Y aquí otra clave, que emerge no solo de esta duplicidad insaldable (lo que muestra a la vez insurrecta -al ojo, a la propia imagen-), sino de una concepción matérica de la memoria , insoportable ésta vez para el contra-interpretativismo artie. Y he allí tal vez uno de los adioses, de las pretendidas despedidas a la que apela/llama este film: al de cierto modo representacional pero también vivencial de la memoria. Ya que para que haya persistencia, revelante, rebelde, en suma relevante, trascendente (oh, gran abjuración de la imagen-recuerdo-pantalla contemporánex y de lxs apólogxs de la inmanencia): debe haber tiempo, debe darse el tiempo, es decir, debe haber esperas, distancias. Las que permitan, por caso, la redención de una imagen, como sostiene el autor en el epílogo de su obra. Por tanto, debe haber, y porque la hay, e insistentemente, materialidad, incluso su cadaverización: restos. No hay tiempo que no se despliegue de forma situada. Solo hay tiempo que pasa, que queda, que falta: hay distancia, hay materia, hay cuerpos. Tal lo sostuvo Henri Bergson (en Materia y Memoria), recuperado luego por Gilles Deleuze (en sus imágenes movimientos -del- tiempo), y aquí, parte de ese ideario fenoménico retorna con Prividera. Y vale decir, que su obra puede ser pensada, no sólo como pensamiento en imágenes, tal como sostenía el propio Deleuze de los cineastas, sino como un tratado sobre la imagen-pensante, por citar a otro de los citados sin citarse -y por estar omnipresente, y desde el título-: Jean Luc Godard.

Un retorno, que en Prividera no solo es discursivo (como si la palabra no fuera ya una emanación vibrante, palpable) sino que sistemáticamente hace de los objetos que va relevando y así revelando/rebelando-se, una suerte de memoria táctil, de huella encendida, en proceso de descomposición, que es también, y a través de un trabajo, como el que (se) hace, de recomposición. Incluso lo explicita, filma los objetos, sus objetos, en cámara fija, en una filmarlos aparentemente inmóviles. El film es también, vale decir, una historia del cine, de retazos, momentos emblemáticos, pero también “cualesquiera”. Filma objetos, en un procedimiento que recuerda (y casi en su reverso) al de Lola Arias en “Teatro de guerra” (2018), con fondo/sinfín blanco, “publicitario”, “género fotografía de objetos”. Pero mientras que en Arias tal operación deviene una exposición indolente de cuerpos incómodos, un dejarlos expuestos en una/su tragedia vuelta espectáculo exportable, aquí -este intérprete lee- se expresa como un movimiento irónico incomodador: aquí están, estos son, los objetos/créditos de este film, los que hacen hablar a esta voz, que no puede dejar de hacerlo, mientras ellos existan. Porque su desaparición, es tan ineluctable, como, en algún sentido, y vinculada al “olvido”, necesaria. Tal uno de los planteamientos/apelaciones-fuerza del film.

El parangón entre desaparición de personas y de filmes durante la dictadura militar es el tema/forma central de Albertina Carri en su cortometraje “Restos” (2010). En Prividera a tal indagación se le pliega una pregunta por la técnica contemporánea. Pero no solo en ello estos “hijxs” confluyen. Siendo que su confluencia excede por mucho esta relación, sino que se entrama con un modo no melancólico, tampoco abjuratorio, sino transfigurador de sus obras, de su (que hacen nuestra) interrogada “identidad”, incluso de “hijx”. En Restos Carri se pregunta: “Acumular imágenes ¿es resistir?”. Pregunta que inquieta a la lógica del acopio archivístico-memorial, como a la apuesta política (revelante-rebelante) de tal acto. Qué hacer pues con lo desparecido, con lo que aparece o se hace aparecer, en retóricas que abonan (a veces sin desearlo) a la indolencia, sea por saturación, sea por cinismo. La materialidad acumulada de la memoria, incluso de libros, textos, ponencias -que Prividera dice también acumular, coleccionar, en un autoconciente y abjurado museo de la memoria eterna, eternizada-, es también la a-puesta en discusión de la historia, lo historizado, lo fetichizado, lo inmóvil, lo indiferente. De la memoria como relato (del) pasado. Y es la expresión de su persistencia en tanto problema/existencia material, la expresión dilemática y fundamental de la cuestión y tratamiento de los restos, de lo que sobrevive.

Los residuos, la herrumbre, como en las fotos de Juan Travnik (Autopista Buenos Aires La Plata -2002-) Donde lo que resta, es también “lo que falta”, tal como sostiene y escribe, en un cuaderno, que muestra/rebela, Prividera, aludiendo a Agamben: lo que resta, es el pueblo, es la expresión de lo que falta, el/un testimonio, el dar/dejar testimonio, dice el italiano. Pero también aludiendo a su propio padre, que también escribe en un cuaderno, cada vez de modo menos inteligible, al menos para su hijo, y para el resto, que somos todxs, pero también lxs que faltan, lo que falta. Anidándose allí una lengua nueva, que dirá su hijo, sería menos la de un valiente y arriesgado constructor de una lengua otra, rebelde/comunal, que la de un rejunte de restos, nuevamente, de lo que en algún momento empezó a ser, desde la desaparición de su mujer, su esposa, vínculo negado, “olvidado”. O incluso desplegar lo que quizás siempre fue, sin querer serlo: un cualunque. Es decir, un derrotado, un indiferente, un indolente, algo que lo excede como mantra de segunda posguerra, de los albores del neoliberalismo. Derrotados, autopercibidos victoriosos: esta duda/certeza filial y social es lo que punza a su hijo, que deviene más que un hijo por esta expansión del campo de batalla. Cómodos en tal condición, teniendo al olvido, a su elección voluntaria, como su arma de destrucción, masivizada por una lógica expandida de la indiferencia. Gramsci y la escuela de Frankfurt informarán, en avisos de incendios inescuchados, y aquí recuperados, una vez más. Es claro, ésta es la afrenta máxima que lleva adelante Prividera en este film. No solo convocar a quien “brillaba por su ausencia” en su primer film, M, dedicado a rastrear rastros/restos de su madre, Marta Sierra. Pero también expandido, en clave nacional, discursiva y mortuoria, o de vitalidad de lo derrotado, o lo pérfidamente triunfante, en Tierra de los padres´: el enemigo que no deja de triunfar -en un benjaminismo persistente-. Sino exponer a su padre, que es exponerse, en una diatriba final, una disputa que parece sin retorno. Aunque los habrá, la lógica fantasmal, la del doble opera, no puede no hacerlo, por más guerra sin cuartel, intergenaracional, padre/hijo que se desate. Y su padre se infiltra y lo hace escribir como él. Pero no. No tanto. La tensión se magnifica cuando la disputa se expresa (como decía en su primer film) no por algo que “me hicieron, de modo personal, sino le hicieron al cuerpo social todo”. La desaparición de personas en M, la de la violencia vociferada en Tierra de los padres, es aquí la expansión de la indiferencia, del cualunquismo de clase media, como síntoma no solo basal de aquel “no te metás”, sino actualizado en los “encerrados en sus modestas certidumbres de mierda”, y que a veces y algunos lo gritan en un “sí se puede”. Y no en versión de la progresía española, claro está, sino del macrismo, explicitado retorno fantasmal y material, desahuciador y descomponedor no solo de economías familiares sino de tejido memorial social. La irrigación del indiferente, como sujeto histórico, su historización de la entreguerra para acá, con Gramsci como su revelador/rebelador, puede y quizás debe ser la propuesta/apuesta  político-social a leer y que subyace  y recompone a un/todo drama político-“individual” (como tal presupone creer y enfatizar cierta “retórica del yo”). Aquí expuesto en una primera persona desdoblada a una tercera: “el hijo le habla al padre”, “el hijo le dispara al padre”, disparándole a su cámara;  transfigurando la potencia de un relato en primera persona, que hasta esta altura (neoliberal) puede ser también complicidad y cobardía, sino se ficcionaliza, se le da la distancia (la espera, la espectralidad) crítico/afectiva justa.

“Sobre la responsabilidad” se subtituló una serie de cartas compiladas en los años 2000 y que reunían el debate entre militantes de los 70 sobre el matar/no matar. “No matar” fue titulado. Y en una de las cartas, muchas de ellas explícitamente públicas, Christian Ferrer decía “nunca es fácil matar”. Nunca es sin consecuencias. Tampoco lo es “no actuar”, tampoco lo es “elegir olvidar”. Tampoco proponer que tal acto pueda ser voluntario, y por tanto responsable, y menos aún vincularlo al propio padre. Más ocupado en mantener una vida ficcionalizada de nouvelle vague, un Jean Paul Belmondo añorante de una francesidad incluso no atrevida (ni a eso se atrevió). Construyendo el propio padre escenas fílmicas lúdicas, juguetonas, principio del cine, que hereda su hijo , en un trabajo de herencia, todo, tan cuchillero como anhelante. Y en clave igualmente disruptiva: aquel, un émulo bastante menos talentoso y experimentador de Claudio Caldini, algo que parece entreverse en los juegos fílmicos aquí recuperado por su hijo y que sustentan/componen visualmente este film. Filmando a los otros: ya nadie lo hace, dice su hijo, encontrando allí un sino de época. Y haciendo de la disrupción discursivo político-memorial, Prividera Jr, su hasta ahora sino fílmico discursivo: su libros, incluso no dejan de hablar de Restos -de restos-, de filialidades fílmicas y de muertes y transfiguraciones. Aunque menos desprendido de un enojo y un decir lo no dicho, mostrar lo no mostrado, que lo indudablemente lo solemniza: de qué te reís viejo.

“Sobre la responsabilidad”, de ayer, hoy, como ontología política fundamental, se pudo haber llamado este film. Pero se llamó Adiós a la memoria. Un Adiós al lenguaje de lo memorial, tal como lo conocemos. Por tanto una apelación, un manifiesto, una carta abierta. Que incluye tanto la pregunta/necesidad del olvido. Como el qué hacer, para qué hacer qué, en torno a la infiltración, sobre todo en nosotrxs, de un cualunquismo (de Pier Paolo Pasolini a Damián Selci, apunta este escriba) dispersado e inoculado comunicacional, neoliberalmente en nuestras formas del decir, hacer, recordar, olvidar. Si Godard, en su virtual despedida del lenguaje, apostaba a reinventarlo, no sólo cinematográficamente, desde una ensayística audiovisual que incorpore la disrupción de lo que vemos: el sueño de la técnica -3D- engendra -liberadores- monstruos. Prividera apuesta a un des-genero similar, como el video ensayo, lengua fantasmal por excelencia, que también recuerda a Edgardo Cozarinsky (al menos el de Apuntes para una biografía Imaginada y Carta al padre) tanto en su crítica al fascismo -auqnue eminentemente europeo en EC- como en el intento de refundar-se, metamorfosear-se, a través y desde el fantasma, desde y con el signo, que también pesa y toca. Tal mutación, la de un mutante auto asumido, como Nicolás Prividera, no añoroso, pero tampoco indolente, es la de un hijo que se desprende (un poco) de su ser (hijo) y le habla al padre (a los padres), para volver a preguntarse “¿Cómo ser o no ser, sin caer bajo la ubicua sombra del (des)aparecido?”, y decirles ahora “(yo) no me arrepiento de nada”. ¿Y vos? ¿Y ustedes?.

/

Pd. Agradezco la conversación, lectura y comentarios con/de Natacha Scherbovsky y Julieta Kutnowski.