1. Estamos en la playa. Gustavo camina adelante. Son los primeros tiempos. Sobre el mar se espeja un sol plano, de mediodía, que forma melenas de oscuridad y que deja a la intemperie un color escarlata imposible. Le pregunto: ¿esto se puede filmar? Es la primera vez de mil que se lo pregunto. No, me dice, no se puede filmar. Es breve, preciso, seco. Detrás es doloroso. Un detrás extraño, un fuera de campo que lleva consigo. Y después dice: es que el cine es luz.

2. DEL NATURAL es una obra inusual, por una razón: la capacidad de algunos artistas de llevar a la reflexión y a la escritura de la experiencia su propio hacer. Desde que empezó a filmar, Gustavo filma y, a la vez, piensa y escribe sobre lo que filma. Un proceso acompaña a otro. Usa libretas, que se apilan en cajones, de diversos colores. Guarda libretas sin usar, a la vista, en un lugar central de su estudio: la zona del porvenir, de las películas que hará. Anota diariamente. Es decir, anota diariamente desde hace treinta años. Incluye fotos: casi ninguna pertenece a los rodajes, sino que se trata de imágenes que él mismo toma o busca en pintores o fotógrafos y que ocupan, por lo general, el centro de una página silenciosa. Su convicción sobre la forma de hacer cine es sólida y delicada. Sabe profundamente que está dando una suave pero no mansa batalla en un medio que se desliza a velocidad crucero hacia el dominio absoluto del mercado. Las libretas forman parte de esa convicción.

3. Cada vez que pensé en esta presentación, no podía abarcar la cantidad de recuerdos con Gustavo. Recuerdos asociados al cine, recuerdos vinculados a la vida. Que, en este caso, van juntos. Como con ninguna presentación que hice, el libro se ampliaba en el bosque que el mentado árbol se esforzaba como un enajenado por tapar y no podía. El bosque: él paseaba con mi perro Paco, cada mañana, una vuelta manzana. Paco ya estaba viejo, solo podían hacer ese
breve paseo. Cuando volvían, Gustavo traía flores que había juntado. Una flor escarlata, un lirio, tres pétalos de la santa rita que está a una cuadra, y que vemos, sigue el bosque expandiéndose, en la vuelta de las caminatas, que a su vez empezaron, oh, este bosque indomable, en Roma, creo, cuando le saqué una foto de perfil antes del estreno de El rostro, del que me hablaba, mientras filmaba, dos años antes, allá en el señor de los ríos, contándome los planos que había conseguido, especialmente el del hombre que abandonaba la orilla en su canoa hacia el horizonte, así como en las mañanas con Paco en Chacarita, el mismo hombre volvía con una flor de color pedregoso.

4. Maldonado es el protagonista de EL DÍA NUEVO. Era un pescador, uno de los últimos pescadores. Tenía una casa precaria, que invadimos un enero, estacionando a la madrugada la camioneta que Gustavo tenía en ese entonces en una bajada del terreno, donde había otros autos, chicos jóvenes, casas distintas al rancho de Maldonado, parlantes con música a todo volumen. En ese espacio convivía un origen, el último pescador, con el avance de lo urbano. Pero Maldonado se mantenía incólume en sus acciones mínimas, ancestrales. Una red que estaqueaba en el río a la madrugada y levantaba al atardecer. Decía que los peces muerden bien el anzuelo justo antes del amanecer y justo después del anochecer, cuando la comida es abundante. Que los peces se retiran a las aguas más frías y profundas al mediodía, cuando el sol está en su apogeo. Tenía, frente a la casa, una piedra plana sobre la que trozaba el pescado, una canoa ligerísima. Maldonado remaba desde los cuatro años. Cuando hundía los remos, su figura austera, enjuta, la canoa y el río eran uno. Es difícil acercar con palabras las imágenes que Gustavo filmaba, porque Maldonado remaba con aquello que no se ve.

5. En la nota aclaratoria de este libro, se puede leer:
Cuando empezó la pandemia y la necesidad de permanecer en casa se hizo inevitable, tracé un programa: hacer una serie de pequeñas películas que tomaran como punto de partida el territorio
que estaba frente a mí. Lo restringí a los techos que veía desde mi terraza, a los muros contiguos, a un árbol, a los pájaros que lo habitan y lo sobrevuelan. Al fin fueron cuatro películas, Jardín de piedra, Luz de agua, Del natural y Árboles y pájaros. Todas ellas tienen su origen en la vigilia inscripta en el programa y en la convicción de que lo tenemos frente a nuestros ojos es inagotable. No es de dioses esa luz que tanto apreciamos, escribe Chantal Maillard, es simple adaptación al desamparo.

6. Una plusvalía de presencia. Eso encontró, filmó y escribió durante la pandemia, en el territorio mínimo e inagotable que estaba frente a él. Vimos Primer plano, de Abbas Kiarostami, en algún momento de esos años de encierro. Él ya la había visto, pero yo no. Desde la autoconciencia del medio y del relato, y desde la autorreferencia, Kiarostami filma para atrapar la verdad -lo real- en la reinterpretación, en la repetición, en lo anecdótico o lo cotidiano, en la confusión con la ficción. De esa forma, se vuelve indiscernible una de la otra. Es un creador de realidad. En palabras del propio Kiarostami: “para atrapar la verdad es preciso en parte traicionar la realidad”. La secuencia final, la del bellísimo recorrido en moto en la que el impostor, ese hombre sencillo, lleva el arrepentimiento y la ofrenda floral al director de cine, es inolvidable para mí. Por una razón: la del gozo absoluto al verla. Y por otra: la dirección de la mirada de Gustavo se parece a ese esfuerzo artístico que consiste en transformar desde el interior del material y conseguir, así, extraer un fragmento de pureza. El filósofo francés Alan Badiou dice: se debe hacer aparecer la luz en el interior de lo visible.
Otros árboles y otros pájaros al alcance de mi visión. Árboles recortados contra el cielo. Es invierno y algunos no tienen hojas. Torcazas, loros, calandrias y benteveos los habitan, los sobrevuelan. Aunque hace frío, no me muevo de la terraza. Miro porque me impacta el efecto de la luz sobre una bandada que vuela en círculos desde hace un rato. Por unos instantes, el sol vuelve plateados a los pájaros contra el cielo despejado, pero enseguida se oscurecen. No es posible abandonar la
espera, la promesa de ese brillo. Miro también porque el viento que mueve a los árboles me lleva, me llevará.

7. Estamos en la playa, otra vez. Es marzo, de esos años. Ya estamos vacunados. Usamos barbijos todo el tiempo. Gustavo quiere filmar el viento en un día de tormenta. El viento en la playa. Vamos a tomar un café, bajo la llovizna lo arrastro por negocios, me espera afuera, como siempre. En esta escena somos un matrimonio de los años cincuenta del siglo pasado. Volvemos al hotel, quiere filmar el viento. Nos acercamos en auto hasta una entrada de la playa. La llovizna ya se transformó en gotas gruesas y el viento es demoledor. Tratamos de acercarnos a ese espacio y a ese tiempo que solo está un poco más allá, detrás de los médanos, pero que parece disolverse en una ausencia. No es posible, retrocedemos. En esta escena somos jóvenes. Más tarde sabe que se le escapa. Que es esa tarde, es ese viento, así que se levanta de la cama, toma la cámara y allá vamos. Cuando estacionaba la camioneta en la bajada del terreno en la casa de Maldonado, la primera luz sobre el río era aquello que buscaba. Volaba, literalmente, hacia el baúl, para sacar la cámara y todo lo demás, y después gritaba: hola, Maldonado, llegamos, y el hombre iba hacia él y nadie, como en la secuencia final de Primer plano de Kiarostami, sabría nunca qué se decían uno al otro. El cine exige silencio, eso lo aprendí. Un silencio que forma parte de la posibilidad de existencia del material, aunque existan sonidos que después sean absorbidos o borrados en el trabajo posterior. Pero el silencio del que hablo no está en el que filma, nace de la naturaleza. Es la parábola que describe entre ambos. Se trata de una ida hacia el encuentro con ese silencio peculiar, del que no se vuelve. Lo filmado se queda con el plus de presencia, como una marca de agua recóndita sobre un árbol, una flor nocturna, un cielo, que significa que, tal vez, alguien intentó atraparlo. Entonces, Gustavo avanzó contra el viento, por el camino de tablas de madera tajeadas por el salitre, y yo lo seguí hasta un punto, y me volví al auto. Podía verlo desde esa posición, después ya no. Filmaba los juncos de la arena. Filmaba la arena que el viento arrasaba.
No sé si fueron diez o treinta minutos, pero cuando volvió, empapado, feliz, asombradísimo como si fuera la primera vez que atrapaba el viento, me di cuenta de que él, en esta escena, era demasiado joven para mí.
Por la tarde insisto por otra entrada. El enojo se vuelve un poco más benigno y me abre una puerta. Consigo filmar la furia del viento sobre las dunas. Por momentos me cuesta estar quieto porque los ramalazos me empujan. Tengo que entrecerrar los ojos; dejar hacer a la cámara, casi a ciegas.
Pido una imagen. Por favor, una imagen.

8. DEL NATURAL se compone de fragmentos de escritura sobre las películas, reflexiones, preguntas. También incluye, como contrapunto, citas de lecturas que Gustavo iba haciendo mientras escribía o filmaba. Y, en la preciosa edición de VerPoder, podemos ver las reproducciones de las flores secas que él junto y secó en la pandemia, todas flores de nuestra casa o de las cercanías. El matiz coral se refleja en unas líneas de sus textos:
Una levísima luz nocturna sobre la terraza. Esa rosa: hay que andar en puntas de pie para verla. La publicación de este libro-objeto se hizo en puntas de pie, con un cuidado notable, que es necesario destacar en estas épocas difíciles para la edición independiente.

9. Más bosque: durante el año 2019, Gustavo estableció una relación con un anciano que vivía en el geriátrico de PAMI que linda con nuestra casa. Se llamaba Douglas, vestía impecablemente de traje negro y camisa, su pelo era un ramalazo blanco y salía, todas las mañanas, con un changuito de compras, hasta el bar que estaba en Lacroze y Charlone, donde se sentaba frente a su laptop durante horas. Luego, regresaba al geriátrico. Douglas se convirtió en objeto de nuestras conversaciones y de nuestras conjeturas, pero fue Gustavo quien se acercó a él, lentamente, como se acerca y elige a los no actores que trabajan en sus películas. Entiendo que veía en Douglas un
núcleo de un posible documental y, al mismo tiempo, sentía un interés que lo hacía seguirlo por la calle, a una prudente distancia, para observarlo. Una vez le sacó una foto de espaldas: Douglas, hacia el bar, una mañana, con el changuito y el traje negro. Otra vez me contó que lo vio de noche, en el mismo bar, solitario con un vaso de vino. Finalmente, se sentaron a hablar. Finanzas, dijo Douglas cuando Gustavo le preguntó de qué trabajaba. Banco Mundial, dijo, desde el bar de Lacroze y Charlone el hombre pulcro, extrañísimo. Operaciones con el Banco Mundial. La luz sobre la llamarada de su pelo. Los gritos del geriátrico en los veranos, cuando sacan a los pacientes al patio. ¿Quién podría decir que no era verdad? ¿Quién podría juzgar la verosimilitud del mundo fragmentado? ¿Dónde nace la mirada de un cineasta, de un creador de realidad? Lo vimos un par de veces más, luego desapareció para siempre. En la película Jardín de piedra, Gustavo fijó la mirada en lo que se veía del geriátrico desde la terraza. Un día le pregunté: ¿estás filmando la ausencia de Douglas? También, me dijo.
Por debajo de la terraza del geriátrico hay una ventana alargada con un cortinado verde. Cuando las cortinas están abiertas, alcanzo a ver los baldosones del piso. Los veo según el horario del día porque a veces el sol se refleja en los vidrios y me oculta el pequeño fragmento visible del interior. Es la ventana de un pasillo que, supongo, porque no lo veo, da a un pequeño patio. Hay personas que lo atraviesan, van de una punta a otra, recorren el espacio por su borde. Otras personas se hunden en el interior, ingresan a un centro inexpugnable.
{…}
Llueve por la tarde. Filmo la lluvia contra un muro gris, una vieja pared alta de la casa que linda con el geriátrico. El agua traza filigranas contra la piedra, una especia de escritura que hay que descifrar. A veces, son líneas verticales, discontinuas, a veces las líneas se inclinan presas del
viento, a veces la lluvia flota y parece no caer. Alzo la cámara una y otra vez, maravillado. El ojo no se aparta de su presa. El encantamiento es, probablemente, una condición de la mirada.

10. Es de noche, leo DEL NATURAL otra vez. Repaso con la palma de la mano las flores secas. Una flor de rayito de sol, una flor desconocida de pétalos azules, casi transparentes, una hoja de álamo blanco. No sabemos quiénes somos ahora, después de la pandemia. Ahora, cuando el después parece alcanzar cierta consistencia, podemos volver hacia el pasado. Él volvió a encontrar lo inagotable de la mirada, esta vez, en su alrededor inmediato. Confinado, voló. Se formuló un programa preciso. Miró lo que tenía delante. Volvió a regalar en cuatro películas y en este libro lo mismo que ahonda en toda su obra: es que el cine es luz, dijo, aquella vez, en la playa también inagotable. Después se calló y apareció el enigma de ese fuera de campo que lleva consigo, del que brota, creo, no lo sé, la singularidad tan notable de su cine. Ahora tiene libretas para el porvenir. Volverá al río de Maldonado, al río de Juanele y de Saer. No sabemos bien quiénes somos ahora, pero lo vamos sabiendo. Ir sabiendo. La sintaxis es opaca en algunas ocasiones, la frase verbal, aunque es formalmente sofisticada, no alcanza a decir, es intraducible, en el sentido en que señala Anne Carson. Empecé a entender la naturaleza como algo zurcido y profundo en lo que uno se sumerge, oscureciéndose. Pero aparece en la noche de este noviembre, con las plantas y las flores de la casa que ya no conforman el único horizonte, una gratitud inmensa: la de amar a un varón de la ternura. Aquí, la sintaxis sí brilla. A veces, sucede.

Gloria Peirano