La tierra del ocaso II
Un lugar, el del ocaso.
Allí donde lo visible se vuelve vestigio, se torna invisible.
Allí donde todos los destiempos se encuentran. Donde lo que no se ve se presentifica, como enigma, como conjuro, como sagrado.
¿Así en la tierra como en el cielo y como es arriba es abajo? gesto, oximorón, huella.
Entonces la entridad, los sonidos, la música del cosmos, las imágenes (cualesquiera), las palabras, la poesía.
Entonces la escritura, como cuenco, como estrella, como gesto, como figuración en los límites del lenguaje.
Con la sintaxis de un sueño , el texto de Gustavo Galuppo camina entre cerdos y ranas, dioses y arqueólogos, potenciales y eternidades, las tierras del ocaso.
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Definición de diccionario: “se entiende por imagen la representación visual de algo o alguien”. En el mismo sentido, pero a la inversa: “la representación es un símbolo, imagen o imitación que hace pensar en determinada cosa”. Así, la imagen es una representación y la representación es una imagen. Un circuito cerrado, y enviciado, de palabras. Pero el problema, sin embargo, pasa quizás por otro lado, por otra parte. No por el círculo vicioso del texto, sino por el vicio textual del círculo.
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La palabra, cualquier palabra, es un reservorio anacrónico, inactual, de distancias y de diferencias irreductibles. “Representación” es una palabra. Una condición determinada y determinante del pensamiento. Una categoría propia de una idea de mundo. Gesto sacrificial. Su fundamento es la violencia inalterable de Occidente: una cosa por otra, sobre el fondo inalterable de la muerte.
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Representación. “Representación”. Re-presentación El prefijo re es lo determinante. Si la “presentación” es el modo de hacerse (o estar) “presente” de tal o cual cosa, sea esta cosa lo que sea (y también, sea “estar-presente” lo que sea), pensar en una re-presentación implica, cuanto menos, dos situaciones diversas e igualmente problemáticas. Por un lado, el prefijo re tiene un aspecto cuantitativo, numérico, en tanto “volver a hacer”, “hacer una vez más”, “hacer otra vez”, como en “re-incidir” (volver a incidir, una vez más, otra vez, de nuevo). Por el otro, el re tiene un aspecto intensivo, en tanto “hacer más intensamente”, como cuando se dice, “tal cosa es re-difícil”, no tratándose ya en un “hacer otra vez” (lo difícil) sino de un “más intensamente difícil”, o simplemente más difícil o muy difícil. Aspectos extensivos e intensivos. Cuantitativos y cualitativos. El prefijo re, de re-presentación, es entonces un punto problemático. En ambos casos, en lo extensivo y en lo intensivo, en lo cuantitativo y en lo cualitativo, pensar a la imagen en términos de re-presentación supone un escándalo de dimensiones insospechadas. En un aspecto, el cuantitativo, la imagen volvería a hacer presente una cosa (a través de su reducción a un único atributo visible) y, en el otro, el cualitativo, la haría presente con mayor intensidad, con más fuerza y con más “presencia” (¿más y mejor?, ¿en qué sentido una cosa está más presente en una imagen que fuera de ella?).
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Se podría haber comenzado entonces mostrando un perro bicéfalo. Un habitáculo antiguo. Una cabellera púrpura. Un barco. Un molusco. Etc. Etc. Etc. Todo otra vez, igual y diferente. Entonces, ¿sería un libro? ¿Sería una película? ¿Sería una imagen, cualquiera y sola? ¿En qué sentido se podría mostrar un perro bicéfalo sino es en presencia del perro bicéfalo mismo? La tarea sería absurda, brutal también. ¿Cuántas veces caer en la misma trampa? Ni las palabras ni las imágenes re-presentan nada. Cada partícula actual es un vestigio de lo implacablemente arcaico. Una huella de lo inexistente (pero a sabiendas de que lo inexistente es lo que existe a destiempo). Un resto de la prehistoria estallado en el porvenir, pero acogido en este preciso momento.
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¿Puede o podría una imagen volver a hacer presente una cosa? o, en el otro sentido, ¿puede o podría hacerla presente más intensamente, más y mejor? La respuesta es taxativa. No. Ninguna de las dos cosas. ¿Se puede o se podría pensar entonces a la imagen en términos de “re-presentación”? En el teatro si, se podría hablar, tal vez, sin escollos, de “representación”, porque efectivamente, lo que se “vuelve a hacer presente” cada noche es la obra, o la interpretación de esa obra, como sea. Con sus diferencias y repeticiones. La obra vuelve a presentarse, es decir, a re-presentarse. La misma, una vez más, otra vez. Cada noche. Pero en la imagen, en el cine, por el contario, ¿qué sería lo que vuelve a presentarse? ¿Las cosas, el mundo? No, nada. Ni las cosas ni el mundo entran plenamente (ni “vuelven”, por ende, a hacerlo) en la imagen, o si lo hacen, en todo caso, cuando se dice que lo hacen, porque se dice, y siempre se dice, es a costa de una violencia que las reduce a un único atributo, a una única propiedad, a un único aspecto visible. Así entonces, en la imagen, en el cine, el problema se revela como una cuestión fundamentalmente ética. La imagen no puede ser pensada en términos de re-presentación, debe haber otro modo. Un resto. Una justeza. Una conciencia de lo inapropiable.
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Y esa justeza existe. Es posible. Por cierto que sí. Podría invertirse el juego y pretender que no es la imagen la que re-presenta a las cosas, sino que son las cosas las que participan de (o en) la imagen. Una imagen, así tomada en la participación en lugar de en la re-presentación. Una imagen como un acontecimiento singular configurado en la participación de una multiplicidad de cosas. Allí, de este modo, la imagen ya no (sobre) determinaría a las cosas en los discutibles vericuetos de la re-presentación (otra vez o mejor), sino que en cambio se dejaría acontecer a partir del modo en que las cosas participan de ella, o lo que es decir, la configuran, participando, dejando su marca y ausentándose en una amalgama acontecimental. La justeza de la imagen es su estricto fracaso. Su melancolía vestigial. Su incapacidad. Sus imposibilidades. Lo que hace a una imagen es la tristeza del gesto poético, el hecho melancólico de acariciar el enigma y de saberse siempre insuficiente en relación al mundo. Fugaz. Pasajero. Moviente. Inflexible en su inapropiabilidad.
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Toda imagen es una huella que porta huellas. Una sutil observancia del fracaso, de la pérdida, de la derrota. Un perro bicéfalo. Un molusco. Un vaso usado. Una cabellera púrpura. Un habitáculo de lo infinito. Una pirámide. Todo lo que en ella se presenta lo hace a costa de una ausencia irreparable. De un borramiento inalterable dado en la escritura. No hay, tampoco, sentido unívoco. Nada de eso. Solo hay asombro. Tristeza. Estupor. Celebración. Melancolía. Respeto. Ignorancia. Felicidad. Fracaso. Distancia. Cercanía. Proceso. Inacabamiento. Todo a la vez, dado rabiosamente en el relámpago inaprensible de la eternidad y del destiempo.
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El cine, por su parte, en general, no ha sabido encontrarse aún en el esplendor de la fecunda insuficiencia de las imágenes. En cierto sentido, no ha sabido hacerse cargo del alma postulada en su fecundo e irreparable inacabamiento constitutivo. Un alma como excedencia, como potencia de lo siempre diverso a sí.